10 marzo 2011

Compartiendo cama

Al cabo de diez días en Italia Depresión y Soledad me acechan. Tras una tarde feliz en la academia, paseo por la Villa Borghese al anochecer, viendo la basílica de San Pedro iluminada por los rayos dorados del crepúsculo. Esta escena romántica me ha puesto de buen humor, aunque debo de ser la única de todo el parque que está sola, porque el resto de la gente parece estarse achuchando con alguien o jugando con algún niño. Pero me apoyo en la barandilla y me pongo a mirar la puesta de sol y me da por pensar y por comerme el tarro y es entonces cuando me acecha la neura.

Primero noto una presencia amenazadora, como la de los detectives de la agencia Pinkerton y después me van rodeando Depresión a la izquierda, Soledad a la derecha. No hace falta que se identifiquen enseñándome su placa. Llevamos años jugando al perro y al gato. Aunque admito que me sorprende encontrármelas aquí, al anochecer, en este elegante jardín italiano. La verdad es que no es su sitio.

Les digo:
-¿Cómo sabíais que estaba aquí? ¿Quién os ha dicho que estaba en Roma?

Depresión, que va de tía lista, me dice:
-¡Anda! ¿Es que no te alegras de vernos?
-Lárgate- le pido.

Soledad, que siempre hace de poli bueno, me replica:
-Lo siento, señora, pero puede que la siga durante todo el viaje. Tengo órdenes.
-Pues prefiero que no, la verdad - contesto.

Soledad se encoge de hombros con aire compungido, pero se me acerca más.

Entonces me cachean. Y me sacan de los bolsillos todo lo que pueda producirme algo parecido a la alegría. Depresión incluso llega a usurparme la identidad, su viejo truco de toda la vida. Después Soledad me interroga, cosa que aborrezco, porque suele durar varias horas. Lo hace con educación, pero es implacable y siempre consigue ponerme del revés. Me pregunta si tengo algún motivo verdadero para estar contenta. Me pregunta por qué estoy sola esta noche, otra noche más. Me pregunta (aunque esto mismo lo hemos hecho cientos de veces) por qué soy incapaz de mantener una relación, por qué he destrozado mi matrimonio, por qué me he peleado con David, por qué la he jorobado con todos los hombres con los que he estado. Me pregunta dónde estaba la noche en que cumplí 30 años y por qué las cosas se han torcido tanto desde entonces. Me pregunta por qué soy incapaz de controlarme y por qué no tengo una bonita casa y unos bonitos niños como debería tener una mujer respetable a mi edad. Me pregunta por qué, si se puede saber, creo merecerme unas vacaciones en Roma cuando tengo mi vida hecha unos zorros. Me pregunta por qué creo que escaparme a Italia como una colegiala me va a hacer feliz. Me pregunta dónde creo que voy a acabar de mayor como siga viviendo así.

De vuelta a casa espero poder quitármelas de encima, pero van pisándome los talones, las muy capullas. Depresión me agarra del hombro con firmeza y Soledad sigue dándome la vara con el interrogatorio. No me queda otra que saltarme la cena para evitar que me miren fijamente mientras como. Procuro que tampoco me sigan escaleras arriba hasta la puerta de mi apartamento, pero, conociendo a Depresión, sé que lleva una porra, así que no puedo impedirle entrar si se empeña.

-No tenéis ningún derecho a estar aquí - le digo a Depresión-. Ya he saldado mi deuda con vosotras. Cumplí mi condena en Nueva York.

Pero Depre me dedica esa tenebrosa sonrisa suya, se instala en mi silla preferida, pone los pies encima de la mesa y enciende un cigarrillo, llenándome la casa de su humo apestoso. Sin quitarme el ojo de encima, Soledad suspira y se mete en mi cama vestida, con zapatos y todo, tapándose hasta el cuello. Voy a tener que compartir la cama con ella una vez más, lo sé.



Come Reza Ama de Elizabeth Gilbert.


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