24 abril 2014

LOS GEMELOS DE ARENA

Los hermanos Riazor y Orzán tenían los mismos nombres que las dos playas de A Coruña, otrora separadas por un viejo trozo de la antigua muralla defensiva de la ciudad conocido como “la coraza”. Los dos llevaban una existencia sencilla y apacible y trabajaban juntos en el Café Hércules, un recoleto establecimiento con vistas al mar.
Sus vidas transcurrían sin sobresaltos hasta que apareció Moura. Era una mujer crepuscular, con la necesaria dosis de misterio para fascinar a dos adolescentes que parecían ya hombres sin serlo.
Nadie sabe de dónde vino, pero una mañana se sentó junto a la ventana, pidió un café cortado y un cruasán y desplegó un periódico que ya traía con ella. Su cabellera rubia y sus preciosos ojos acuáticos fascinaron a los hermanos.
Parecía inmersa en la lectura del diario, pero en realidad estaba observando el mundo a través del cristal que la separaba de la calle. Sorbía el café con parsimonia y su mirada distraída recorría los titulares para volver a perderse en las brumas del exterior.
¾     ¡Marchando dos cortados y una barrita de pan con tomate!
¾     ¡Oído!
¾     ¡Dame un desayuno con café y bica!
¾     ¡Oído!
El camarero era Riazor y su hermano Orzán, el cocinero. Al cuarto o quinto día, Moura se dirigió a Riazor.
¾     Ponme una bica, por favor.
¾     ¿Con nata y mantequilla?
¾     Claro. ¿No es ese el bizcocho típico de estas tierras?
¾     Sí, por supuesto….
Riazor admiraba a las mujeres hermosas que comían lo que les daba la gana sin importarles las calorías. Eso encendió su deseo hacia Moura. Eso y el hecho de que era realmente atractiva, qué demonios.
Llegaba todos los días entre las siete y las ocho de la mañana, se sentaba en el mismo lugar, pedía lo mismo y sus movimientos parecían calcados del día anterior. Jamás se vio en el Café Hércules a nadie tan predecible. Ni tan bella.
Aún no hemos mencionado que Riazor no se distinguía de Orzán físicamente. Compartían la misma estatura, las mismas facciones, el mismo corte de pelo… y lo que era más desconcertante, vestían la misma chaquetilla con el logotipo de la cafetería, lo que a menudo daba lugar a equívocos de toda índole.
Sin embargo, sus formas de ser eran totalmente distintas. Riazor se mostraba seguro de sí, incluso un poco desafiante, mientras que Orzán era más introvertido o al menos eso fingía, quizá para trazar alguna línea divisoria entre ambos gemelos, unidos por algo más que una placenta.
Una mañana, mientras le servía el café, Riazor se atrevió a dirigirse a su misteriosa clienta rubia.
¾     ¿Sabes por qué el escudo de A Coruña tiene bajo el faro de Hércules una calavera y dos tibias?
¾     No. Ni siquiera había visto el escudo –mintió ella.
¾     Mira, está impreso en los sobres de azúcar que te tomas cada mañana …
¾     ¡Ah…! –dijo con indolencia, casi como si suspirara. Y a Riazor ese gemido le caldeó el ánimo. Ella observó el sobre y el escudo azul. – Vaya…¿es esta acaso una ciudad pirata?
¾     No, no… Eso piensa todo el mundo cuando lo ve. En Coruña Hércules venció y cortó la cabeza a su enemigo, el rey troyano Gerión. Y sobre sus restos levantó la torre que lleva su nombre.
¾     ¿Y tú realmente crees todo eso?
¾     Bueno, de algún lugar tuvo que salir la torre, ¿no?
¾     Creedme, puede que esa calavera con las dos tibias tenga otro significado…
Y así, paso a paso, se fueron venciendo las reticencias. Moura se convirtió en habitual y los gemelos esperaban ansioso su llegada cada mañana. Trataban de obsequiarlas con su amabilidad y con gestos galantes cada vez más atrevidos. Y no transcurrieron muchos días para que Moura les franqueara la entrada a su casa, situada en lo alto del monte de San Pedro. Desde allí la panorámica nocturna era sobrecogedora.
Los anaqueles de las estanterías estaban repletos de libros de ocultismo, de brujería, de cartomancia, de artes oscuras… que convivían sin problemas con otras publicaciones: libros de fotografía y revistar de alto contenido erótico así como cómics para adultos con temáticas marcadamente lúbricas. Trípodes, cámaras y otros dispositivos parecían esparcidos por el salón.
¾     ¡Vaya casoplón! –exclamó Orzán.
¾     Soy fotógrafa y tengo más años que vosotros… Veréis, siempre he tenido una fantasía…
¾     Los gemelos intercambiaron una irada pícara y Riazor dijo:
¾     Dice la tradición que el encuentro con una Moura puede ser beneficioso pues cerca hay una tesoro oculto…
¾     ¡Ah! ¿sí? ¿Y tú? ¿Qué piensas?
¾     Que no eres la primera… Hemos compartido muchas mujeres –afirmó fanfarrón.
¾     ¿En serio? ¿Sois tan generosos? –dijo ella con displicencia, sabiéndose dueña de la situación.
¾     Verás, somos conscientes de nuestras limitaciones por separado, pero cada uno complementa lo que le falta al otro… Eso sin contar con el refuerzo físico que supone se dos en vez de uno.
Se entregaron a una noche de interminables placeres, con coreografías de alcoba que habrían hecho sonrojar a cualquiera, ejecutando posturas múltiples que solo encontraban réplica en las revistas para adultos que llenaban las estanterías de Moura, quien filmó todo el encuentro desde diversos ángulos sin que ellos lo advirtieran con cámaras ocultas.
Cuando se hubieron relajado los tres, ella, flanqueada por los gemelos, dijo mirando al techo:
¾     Lo que no os he dicho es que soy una meiga de la Costa da Morte y que fui condenada a vagar hasta hallar a dos hombres idénticos.
¾     ¿en serio? –dijo burlón Riazor. -¿Y todas las meigas llevan un piercing en el ombligo? –añadió mientras jugueteaba con el colgante plateado.
¾     La maldición dice que solo cuando yaciera con los dos podría liberarme. Pero todo tiene un precio, que pagaréis vosotros, y lo lamento, porque lo he pasado muy bien…
Entonces trazó en el aire unos arabescos con sus dedos, pronunció una letanía en una lengua olvidada y atrapó las miradas de Riazor y Orzán, que quedaron inmersos en la bruma de la hipnosis.
¾     Vámonos –ordenó ella con dulzura y firmeza.
Los dos hombres (ahora ya lo eran) intercambiaron una última mirada y antes del amanecer, como exigía el ritual, Riazor se situó en la playa que lleva su nombre y Orzán en la suya, apenas unos metros más allá, pues bien es sabido que ambas costas comparten agua y arenas.
Se dejaron lamer los pies por las olas del Atlántico y se fueron disolviendo en las aguas como azucarillos en un café. Mientras ellos se deshacían en arena, una lágrima se deslizó por el rostro de la meiga, que ahora ya era libre.
Cada vez que se bañara en las agua coruñesas sentiría los besos de Riazor y Orzán simultáneamente como en aquella noche mágica y sensual. Supo que la calavera del escudo de A Coruña era ella misma y que las dos tibias representaban a los gemelos de arena.

Regresó a casa a disfrutar de las filmaciones furtivas.


por Antonio Dyaz

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