Los hermanos Riazor y Orzán
tenían los mismos nombres que las dos playas de A Coruña, otrora separadas por
un viejo trozo de la antigua muralla defensiva de la ciudad conocido como “la
coraza”. Los dos llevaban una existencia sencilla y apacible y trabajaban
juntos en el Café Hércules, un recoleto establecimiento con vistas al mar.
Sus vidas transcurrían sin
sobresaltos hasta que apareció Moura. Era una mujer crepuscular, con la
necesaria dosis de misterio para fascinar a dos adolescentes que parecían ya hombres
sin serlo.
Nadie sabe de dónde vino, pero
una mañana se sentó junto a la ventana, pidió un café cortado y un cruasán y
desplegó un periódico que ya traía con ella. Su cabellera rubia y sus preciosos
ojos acuáticos fascinaron a los hermanos.
Parecía inmersa en la lectura del
diario, pero en realidad estaba observando el mundo a través del cristal que la
separaba de la calle. Sorbía el café con parsimonia y su mirada distraída
recorría los titulares para volver a perderse en las brumas del exterior.
¾
¡Marchando dos cortados y una barrita de pan con
tomate!
¾
¡Oído!
¾
¡Dame un desayuno con café y bica!
¾
¡Oído!
El camarero era Riazor y su hermano
Orzán, el cocinero. Al cuarto o quinto día, Moura se dirigió a Riazor.
¾
Ponme una bica, por favor.
¾
¿Con nata y mantequilla?
¾
Claro. ¿No es ese el bizcocho típico de estas
tierras?
¾
Sí, por supuesto….
Riazor admiraba a las mujeres
hermosas que comían lo que les daba la gana sin importarles las calorías. Eso encendió
su deseo hacia Moura. Eso y el hecho de que era realmente atractiva, qué
demonios.
Llegaba todos los días entre las
siete y las ocho de la mañana, se sentaba en el mismo lugar, pedía lo mismo y
sus movimientos parecían calcados del día anterior. Jamás se vio en el Café
Hércules a nadie tan predecible. Ni tan bella.
Aún no hemos mencionado que
Riazor no se distinguía de Orzán físicamente. Compartían la misma estatura, las
mismas facciones, el mismo corte de pelo… y lo que era más desconcertante,
vestían la misma chaquetilla con el logotipo de la cafetería, lo que a menudo daba
lugar a equívocos de toda índole.
Sin embargo, sus formas de ser
eran totalmente distintas. Riazor se mostraba seguro de sí, incluso un poco
desafiante, mientras que Orzán era más introvertido o al menos eso fingía,
quizá para trazar alguna línea divisoria entre ambos gemelos, unidos por algo
más que una placenta.
Una mañana, mientras le servía el
café, Riazor se atrevió a dirigirse a su misteriosa clienta rubia.
¾
¿Sabes por qué el escudo de A Coruña tiene bajo
el faro de Hércules una calavera y dos tibias?
¾
No. Ni siquiera había visto el escudo –mintió
ella.
¾
Mira, está impreso en los sobres de azúcar que
te tomas cada mañana …
¾
¡Ah…! –dijo con indolencia, casi como si
suspirara. Y a Riazor ese gemido le caldeó el ánimo. Ella observó el sobre y el
escudo azul. – Vaya…¿es esta acaso una ciudad pirata?
¾
No, no… Eso piensa todo el mundo cuando lo ve.
En Coruña Hércules venció y cortó la cabeza a su enemigo, el rey troyano
Gerión. Y sobre sus restos levantó la torre que lleva su nombre.
¾
¿Y tú realmente crees todo eso?
¾
Bueno, de algún lugar tuvo que salir la torre,
¿no?
¾
Creedme, puede que esa calavera con las dos
tibias tenga otro significado…
Y así, paso a paso, se fueron
venciendo las reticencias. Moura se convirtió en habitual y los gemelos esperaban
ansioso su llegada cada mañana. Trataban de obsequiarlas con su amabilidad y
con gestos galantes cada vez más atrevidos. Y no transcurrieron muchos días
para que Moura les franqueara la entrada a su casa, situada en lo alto del
monte de San Pedro. Desde allí la panorámica nocturna era sobrecogedora.
Los anaqueles de las estanterías
estaban repletos de libros de ocultismo, de brujería, de cartomancia, de artes
oscuras… que convivían sin problemas con otras publicaciones: libros de
fotografía y revistar de alto contenido erótico así como cómics para adultos
con temáticas marcadamente lúbricas. Trípodes, cámaras y otros dispositivos
parecían esparcidos por el salón.
¾
¡Vaya casoplón! –exclamó Orzán.
¾
Soy fotógrafa y tengo más años que vosotros…
Veréis, siempre he tenido una fantasía…
¾
Los gemelos intercambiaron una irada pícara y
Riazor dijo:
¾
Dice la tradición que el encuentro con una Moura
puede ser beneficioso pues cerca hay una tesoro oculto…
¾
¡Ah! ¿sí? ¿Y tú? ¿Qué piensas?
¾
Que no eres la primera… Hemos compartido muchas
mujeres –afirmó fanfarrón.
¾
¿En serio? ¿Sois tan generosos? –dijo ella con
displicencia, sabiéndose dueña de la situación.
¾
Verás, somos conscientes de nuestras
limitaciones por separado, pero cada uno complementa lo que le falta al otro… Eso
sin contar con el refuerzo físico que supone se dos en vez de uno.
Se entregaron a una noche de
interminables placeres, con coreografías de alcoba que habrían hecho sonrojar a
cualquiera, ejecutando posturas múltiples que solo encontraban réplica en las
revistas para adultos que llenaban las estanterías de Moura, quien filmó todo
el encuentro desde diversos ángulos sin que ellos lo advirtieran con cámaras
ocultas.
Cuando se hubieron relajado los
tres, ella, flanqueada por los gemelos, dijo mirando al techo:
¾
Lo que no os he dicho es que soy una meiga de la
Costa da Morte y que fui condenada a vagar hasta hallar a dos hombres
idénticos.
¾
¿en serio? –dijo burlón Riazor. -¿Y todas las
meigas llevan un piercing en el ombligo? –añadió mientras jugueteaba con el colgante
plateado.
¾
La maldición dice que solo cuando yaciera con
los dos podría liberarme. Pero todo tiene un precio, que pagaréis vosotros, y
lo lamento, porque lo he pasado muy bien…
Entonces trazó en el aire unos
arabescos con sus dedos, pronunció una letanía en una lengua olvidada y atrapó
las miradas de Riazor y Orzán, que quedaron inmersos en la bruma de la
hipnosis.
¾
Vámonos –ordenó ella con dulzura y firmeza.
Los dos hombres (ahora ya lo
eran) intercambiaron una última mirada y antes del amanecer, como exigía el
ritual, Riazor se situó en la playa que lleva su nombre y Orzán en la suya,
apenas unos metros más allá, pues bien es sabido que ambas costas comparten
agua y arenas.
Se dejaron lamer los pies por las
olas del Atlántico y se fueron disolviendo en las aguas como azucarillos en un
café. Mientras ellos se deshacían en arena, una lágrima se deslizó por el
rostro de la meiga, que ahora ya era libre.
Cada vez que se bañara en las
agua coruñesas sentiría los besos de Riazor y Orzán simultáneamente como en
aquella noche mágica y sensual. Supo que la calavera del escudo de A Coruña era
ella misma y que las dos tibias representaban a los gemelos de arena.
Regresó a casa a disfrutar de las
filmaciones furtivas.
por Antonio Dyaz